10 de Mayo de 1995. Un día histórico para Zaragoza, para Aragón. No importa que fuera un partido de fútbol. No importa que fuera sólo una gesta de once contra once. Fue algo más. Fue mucho más.

Aún recuerdo aquella fecha. Mi hijo era y es un devoto del fútbol y, sobre todo, un forofo del Real Zaragoza. Esto pienso, le viene en la sangre. No por mí, sino por mi padre. El tema futbolero se saltó una generación. Siempre digo que mi padre falleció muy pronto o mi hijo nació muy tarde. Si hubieran coincidido mi padre menos enfermo, mi hijo más mayor, habrían disfrutado de lo lindo con su Real Zaragoza.

El hecho es que la tarde anterior a la gran proeza, nos desplazamos a París. La Avenida de San José y parte de Tenor Fleta estaba sembrada de autobuses que iban a conquistar la capital de Francia. El ambiente era extraordinario. Tráfico cortado. Cientos de gentes alrededor de los vehículos. Banderas desplegadas. Cantos guerreros. Parecía como si el pueblo saliera a despedir a las huestes que se disponían para la batalla.

"París bien vale una Misa" y París y el Real Zaragoza, mucho más. Bien merecen las largas e  interminables horas aprisionados en un autobús sin apenas espacio.

La luna nos acompañó de noche velando los sueños de quienes se rendían por el agotamiento. Agradecimos, después, la luz de la madrugada que se asomaba, poco a poco, entre los estores de las ventanillas. Unos se desperezaban, otros intentábamos estirar las piernas hacia horizontes infinitos que se terminaban justo en  el asiento de delante.

Una alegría. Parada y fonda. Habíamos llegado a un área de servicio. Multitud de autobuses blanquiazules reposaban sus esfuerzos sobre una inmensa explanada. Por sus fauces cientos de aficionados perfectamente uniformados salíamos corriendo para reparar fuerzas. Allí me aventuré. Desparramé mi torpe francés, aprendido en mis tiempos de colegio, sobre la barra del bar y, " et voilà !". Dio resultado. Luego,  desentumecimos las miradas y de nuevo hacia nuestro bajel  bucanero, al abordaje de la Ciudad de la Luz.

París nos recibió con una enorme sonrisa . Amplias avenidas, espacios abiertos, edificios abuhardillados, puentes imperiales horadando el Sena... Hechizos bohemios y devotos, en cada esquina.

Los campos Elíseos fue nuestro lugar de concentración antes del comienzo de la batalla. Algún escarceo con los de la Pérfida Albion y reencuentros con compañeros de rezos, hermanos cofrades, que hacía mucho tiempo que no habíamos coincidido.

Llegó el momento. Todos conocemos el final. Nayin lanzó un chupinazo al cielo y estalló la fiesta. Todo se transformó. Un hervidero de cantos, abrazos, alientos, complicidades se adueñó de la noche.

Después el regreso. Agotados, deshechos por el cansancio pero rebosantes de victoria. Los kilómetros que nos separaban del hogar se hicieron más livianos. Grandes carteles sembrados por las autopistas nos saludaban como a héroes que regresan después de la contienda.

Al día siguiente la Plaza del Pilar. Cientos, miles de aragoneses les gustara el fútbol o no, estábamos allí para rendir fuerza y honor a los verdaderos protagonistas. Nuestros bravos gladiadores.

Hoy, veinticinco años después no podemos retomar de nuevo las calles, las plazas. Nuestro rostro no va solapado tras una bufanda zaragocista sino tras una mascarilla azul y blanca. Nuestro ánimo, también en lo deportivo está confinado en la categoría de plata... Pero de todo se sale. Y de esto también.

Al final lo lograremos. Derrotaremos al virus. Sembraremos esperanzas. Seremos de nuevo sublimes, aventajados. Y encauzaremos nuestro futuro, madurando nuestro presente y mirando de reojo a nuestro pasado... porque, "siempre nos quedará París".