Segundo día del mes. Primer día de paseo. El afán por descubrir las calles, me llena de impaciencia.
Repaso la noche anterior lo que me pondré mañana. Camisa recién planchada. Pantalones con la raya bien marcada, zapatos resplandecientes. Casi, casi angelical como si de nuevo fuera a hacer la primera comunión.

Por cierto, los zapatos, cuando los abordé para restregar el betún por sus mejillas, me miraron con recelo, con descaro. Tanto tiempo dormitando en su aislamiento, observando como cada mañana los arrinconaba y escogía las suaves y plebeyas pantuflas, habían creado en ellos mil derechos adquiridos. Y nunca mejor que ayer, primero de mayo, para reivindicar sus pretensiones. Pero como estamos en estado de alarma, amordacé sus demandas con la gamuza y seguí frotando.

Me preguntaba qué habría allí en el exterior. Si todo seguiría igual o si alguna bandada de pequeños seres diminutos habrían tomado las calles. Porque desde mi terraza sólo controlaba la acera de enfrente y las trémulas persianas del viejo bar, clausuradas a cal y canto. En su interior ya no se descorcharán alegrías, no se brindarán emociones, no se ahogarán penurias, ni se aliviarán silencios.

Ha llegado el momento de salir. El pulso se  agita con coraje, la inquietud se agobia en mi garganta. Reviso, antes de dar el gran paso que recuerda al de Neil Armstrong en la luna, la billetera, el juego de llaves, los cabellos, las esperanzas. Todo parece en orden.

La consigna está clara. No saludar o saludar en la distancia. Observar los dos metros de separación. Controlar el kilómetro de lejanía. No sobrepasar la hora acordada. Mucho bagaje para el primer día.

Cruzo el umbral de la puerta. Miro a diestro y siniestro. Arremeto decidido contra el asfalto. La calle es mía. El cielo también.  Me siento libre.

La vida comienza a latir de nuevo.