Poco a poco estoy perdiendo la noción del tiempo. Ya no sé si hoy es sábado, domingo o fiesta de guardar.

Me levanto de madrugada o a medio día. Dependiendo si la noche anterior he flirteado con la luna o me acosté con el sol. 

Me siento bien o mal al mismo tiempo. Sensaciones opuestas, en horas simétricas, en días casi, casi parecidos.

La nevera, mi pasión, mi sufrimiento. Me llama, me reclama, me atrae con su gélida canción, como si de un hechizo de sirenas se tratase. Y no soy capaz de atarme al mástil de la voluntad, ni de taponar los oídos de mi mente.

No veo al hombre del tiempo porque, como dice mi mujer, para qué. Este planteamiento sobra. Igual da que llueva, que truene, que nieve o que haga sol. El resultado siempre es el mismo... eternamente a cubierto.

Los días se me pasan lentos, tediosos y otros raudos, veloces. Siento que estoy perdiendo el control pero con la alegría de saber que lo estoy arrinconando definitivamente...

Y en estos días, marchitas ya las hojas del calendario,  me transformo en  agitador de balcones, ácrata de telediarios, anarquista del deseo.

Porque todo se apaga o se enciende. Se muere o renace. Se ensalza o se humilla. Todo prosigue o se acaba  entre palcos, tramoyas  y bambalinas.

La vida es pues, como una representación plagada de contrariedades. Ahogada en tragedias, repleta en sainetes. Henchida de dramas pero también colmada de titiriteros...




El titiritero - Joan Manuel Serrat